lunes, 5 de diciembre de 2016

La enseñanza vocal en España; de la fisiología al teatro

Comunicación en: I Congreso Internacional Interdisciplinar sobre la Voz.
Instituto Español de la Voz / UNED / Asociación Española de Profesores de Canto / International Brain Research Organization. 

Presentamos una comunicación sobre historia de la educación vocal y del habla escénica, es decir, sobre la voz artística, entre estudios sobre neurología, fonética y lingüística aplicada. Comprender el pasado, es sabido, nos ayuda a comprender el presente y a diseñar el futuro.
Dado que no existe una historia de la formación vocal en el teatro, comenzamos por el siglo XIX en el que se producen significativos cambios en la comprensión del mecanismo de la voz, en las disciplinas implicadas, y en la pedagogía teatral. Como en definitiva se trata de historia, narraré historias que se entrelazan a lo largo del siglo y que permiten seguir:
  • Algunos descubrimientos científicos y médicos sobre la fisiología vocal durante el siglo XIX.
  • Sus consecuencias y aplicaciones a la enseñanza vocal y del canto.
  • La influencia de ambos en la formación actoral a partir de los tratados y manuales de declamación o actuación.
El actor Isidoro Máiquez representó un cambio de ideario y de época en el teatro español: el comienzo del realismo en la actuación, una tendencia que se desarrolló durante todo el siglo XIX y que fue dominante en buena parte de los tratados y manuales de declamación. El presupuesto estético de la “verdad” de la naturaleza, opuesta a las convenciones, provenía del actor neoclásico francés Talma, con quien Isidoro Máiquez había estudiado en París en 1800. En los siguientes años Máiquez triunfaba en los teatros de Madrid y provincias, aunque no siempre. En una crítica en prensa se decía:

En lugar de representada, fué rezada en el coliseo de los Caños y apenas hubo persona, á excepción del Apuntador y los Músicos dé la orquesta, que la oyera, ni entendiera, y por consiguiente nadie pudo enterarse y celebrar los excelentes versos que contiene. (…) porque queriendo sus Actores seguir con toda escrupulosidad aquella Verdad y naturalidad que es tan difícil conseguirse en la escena, han creido que lo lograrán mejor, baxando la voz en la representacion: y lo executan de un modo que no hay tertulia ni concurrencia de una casa particular, en que se hable tan baxo (…) cayendo en una irregularidad ya inverosímil, que destruye y trastorna las mejores piezas (Diario de Madrid, 22 de agosto de 1803, pp. 937-938)*.
Andrés Prieto era entonces discípulo y compañero de Máiquez. Para que se hagan una idea, fue el actor que estrenó en 1806 El sí de las niñas, de Moratín, uno de los eventos más destacados del teatro en España. Prieto sería más tarde maestro honorario de la Escuela Española de Declamación en el Conservatorio de María Cristina, donde se enseñaba declamación lírica y declamación en verso (Soria, 2010). Andrés Prieto escribió en 1835 un valioso manual de Declamación que no se publicó hasta el año 2001, es decir, que permaneció inédito durante 166 años. Por primera vez aparece en un manual un capítulo amplio dedicado a la voz y el habla, Recursos que pertenecen al oído, y otro Del método que debe proponerse el actor dramático, en gran parte dedicado a la voz y la pronunciación.
Prieto conoció a Talma, igual que Isidoro Máiquez, y su teoría de la actuación los reclama como referentes; es la posteriormente llamada “escuela de la verdad”: la vivencia y la expresión natural de las pasiones. Prieto defiende como indispensable la investigación, los conocimientos en anatomía, “cultivar los medios de la expresión como los órganos de la voz y de la pronunciación” (Prieto, 2001, p. 160), y respetar la naturaleza. Equipara los cantantes con los actores, pues en las óperas hay pasajes semejantes a los trágicos del teatro. Los actores líricos deben aplicarse los mismos principios que los trágicos, de modo que deben aprender las reglas y principios de la actuación, pues también son actores y han de combinar la acción teatral y la musical.
Actores y cantantes compartían escenarios. Los cantantes actuaban, al igual que no pocos actores cantaban: Antonio Capo Celada fue primero cantante, después actor, artista plástico, y escribió en 1865 un tratado de Declamación. Carlos Latorre, gran actor y maestro del conservatorio, estudió La geneufonía, el tratado de música de José Joaquín Virués (1831), que había sido adoptado como manual por el Conservatorio.
Andrés Prieto cita algunos artistas que demostraron que se pueden lograr resultados en ambos géneros, como María Malibrán García, Pauline Viardot, y su padre, el cantante y compositor Sevillano Manuel Rodríguez, más conocido como Manuel del Pópulo Vicente García (no confundir con el actor Manuel García de Villanueva y Hugalde Parra, a quien se puso de apodo “el malo” para diferenciarlo del cantante). Prieto, que había huido a México escapando de la represión de Fernando VII durante la Década Ominosa, coincidió con la familia García en México entre 1826 y 1828, donde ambos hacían temporada. En esas mismas funciones cantaba Manuel García (Manuel Patricio Rodríguez García), que con el tiempo se convertiría en el más influyente maestro de canto del siglo XIX. Manuel García dejó los escenarios para dedicarse a la docencia del canto y el estudio de la anatomía y fisiología vocal en París con el prestigioso médico Auguste Segond (Farías, 2012, p. 72), y este a su vez le dedicó su tratado Higiene del cantante (1846).
Louis-Auguste Segond plantea la importancia de conocer la anatomía y fisiología para estructurar los procesos de aprendizaje sin dañar la salud del estudiante: aislar las dificultades y movimientos, seguir una progresión lógica con procesos controlados, reducir el nivel de esfuerzo. Así, cuestiona algunos métodos habituales de los maestros de canto a la luz de las investigaciones científicas (Segond, 1856, p. 84 y s.).
Los hechos constatados generan cuestionamientos de la didáctica, acaban también por afectar a la técnica, y consecuentemente a la estética misma del canto: uso de la respiración, reducción del esfuerzo vocal (y de los riesgos), cambios en el timbre, variaciones en el tono, uso de la pronunciación, dialéctica articulación-sonido (Segond, 1856, p. 99). Emilio Yela (1872, p. 67) atribuye a la estética («el efecto que la voz produce en el oído, y por lo tanto, fundándose solo en las cualidades del timbre») los errores en los términos usados para los registros, que ignoran «los procedimientos que la naturaleza emplea para la producción de la voz».

La obra de Segond se difundió en España por el musicólogo y crítico Juan de Castro en 1856, con añadidos y modificaciones, bajo dos títulos diferentes: Higiene del cantante, y El libro de los oradores y actores. El traductor y editor sin duda consideró que los contenidos sobre fisiología e higiene vocal interesaban igualmente a los actores. Castro insiste en cuestionar la enseñanza del canto a la luz de los descubrimientos de la fisiología. La higiene y la salud vocal toman una difusión y presencia que no habían tenido hasta entonces.

Volvamos a Manuel García: tras la invención del laringóscopo, publicó sus hallazgos en 1854. El prestigio como maestro de canto del Conservatorio de París y después en las más prestigiosas instituciones de Londres, impulsó rápidamente la difusión de sus investigaciones sobre la laringe.

La saga familiar no acaba aquí. Manuel García tuvo un hijo, Gustave García, que además de cantante y maestro de canto, fue profesor de Declamación en la Royal Academy of Music de Londres. Publicó un manual de Declamación, The actor’s art (1888), cuyo primer capítulo está dedicado a la voz –si bien apenas trata de anatomía y fisiología–, y el segundo a la articulación y dicción. Responde al modelo de manual de Declamación del siglo XIX, con partes dedicadas a los principios generales, al habla en escena (voz, articulación de los sonidos del lenguaje, prosodia), el uso del cuerpo, la fisiognómica, los sentimientos y emociones, caracterización, análisis de escenas, e historia del teatro. Un tratado práctico sobre declamación, hablar en público y comportamiento escénico, que tiene elementos comunes con el de Andrés Prieto y otros manuales de Declamación, como el de Vicente Bastús de 1833 (texto oficial de la Escuela Española de Declamación durante más de veinte años hasta, como poco 1857, en que Julián Romea fue nombrado profesor de declamación).

En el año 1857, Emilio Yela de la Torre era estudiante en la Escuela Normal de Madrid, que estaba ubicada en el “Colegio de sordo-mudos y ciegos”. Estudió la literatura dramática, y en 1868 estaba en París haciendo estudios musicales, y escribiendo un Manual teórico del canto. Como los métodos franceses e italianos de canto no resolvían sus dudas sobre las dificultades que tenía, acudió al estudio de la fisiología para encontrar la explicación a los fenómenos vocales a través de la ciencia. Al revelar los «misterios vocales» y ver con exactitud qué es la voz, pudo plantear como educarla convenientemente, y «desterrar antiguas, y erróneas ideas que tanto perjudican á la enseñanza y al arte por consiguiente» (Yela de la Torre, 1872, p. 8). Cantó en la compañía de la ópera italiana de París, estudió medicina, fisiología con el Doctor Edouard Fournié (1833-1886) para conocer de manera precisa el funcionamiento del mecanismo vocal y poder aplicarlo a la enseñanza. Asistía a observar las clases de Stéphen de la Madelaine en el Conservatorio de París, y conocía la obra de Auguste Segond y de Manuel García, del que dice: «ha venido á enlazar íntimamente la ciencia con el arte» (Yela de la Torre, 1872, p. 30). Tuvo una academia en Madrid, y publicó en 1872: La Voz. Su mecanismo, sus fenómenos, su educación, según los principios de la física, la anatomía y la fisiología; según María del Coral Morales (2008, p. 856), que ha estudiado a fondo los manuales de canto de la época, su significación reside en haber sido el «Primer tratado español que basa sus teorías y método de enseñanza en el conocimiento fisiológico de la voz». En París, a mediados de los años 70, fundó una academia de canto en la que enseñaba declamación M. Gallieu, profesor de actuación y declamación del teatro del Odeon (Public Ledger, Memphis, 15.10.1877); Yela también impartía “talking lessons” (Cincinnati daily star, Cincinnati, 22.8.1878).

En 1892 Emilio Yela de la Torre publicó en Nueva York, con el nombre de Emilio Belari, Vocal Teaching is a Fraud: A Reasoned Demonstration of the Errors of Vocal Education and Their Disastrous Consequence; el libro, efectivamente, no deja títere con cabeza. Belari reclama un código deontológico para los profesores de voz: la enseñanza vocal desconocía o no entendía los principios básicos, que deben basarse en el conocimiento objetivo, y no en la especulación, las profecías o la credulidad. Sobre los estudiantes afirma:
“La mayor parte afectada de laringitis, amigdalitis crónica, gránulos en la faringe, inflamación de la membrana mucosa, o afonía intermitente, y casi todos con apariencia de debilidad, algunos de ellos muestran síntomas de tisis de laringe o pulmones. ¡Este es el trabajo de la enseñanza vocal en nuestros días!” (Belari, 1892, p. 8).
A pesar de la significación de su obra, y de haber sido reputado profesor de canto y “cultura vocal” en Madrid, París, y Nueva York hasta su muerte en 1907, como refleja la prensa de la época, la vida y obra de Emilio Belari / Emilio Yela de la Torre, es prácticamente desconocida.
Ricardo Botey (1855-1921) fue un médico Barcelonés cuya carrera se centró progresivamente en Otorrinolaringología, especialidad que no existía y que gracias a su impulso se estableció en las facultades de Medicina desde 1902. Desarrolló la cirugía laríngea (por ejemplo la extirpación de los nódulos vocales) y diversos tratamientos de manera muy significativa, dando a la especialidad el lugar que hoy ocupa en la medicina. Higiene, desarrollo y conservación de la voz (1886) es un «un compendio de higiene de la voz» que pretende ayudar a «mejorar la enseñanza actual del canto, unificando y regularizando bajo bases más seguras y positivas el arte de cantar y de conservar la voz» (Botey, 1886, p. 13).
En los textos de Segond (1846), Castro (1856), García (1854), Yela (1872, 1892) y Botey (1882), hay un severo cuestionamiento de la pedagogía del genio, del talento innato, y de los resultados rápidos. Emilio Yela cita a Aristóteles: «si la voz es un don de la naturaleza, el canto es un beneficio del arte y del estudio» (Yela de la Torre, 1872, p. 158). El proceso didáctico se relaciona de manera evidente con la fisiología, la salud, la carrera profesional y los resultados artísticos. Se exige un orden secuencial, coherente y seguro, de los contenidos y habilidades. Este tipo de reflexión sobre la metodología puede rastrearse en los tratados de Declamación a partir de los años sesenta.
La cuestión del “genio” individual, un legado del romanticismo, se mantuvo siempre activa, y pudo condicionar la formación en las escuelas de Declamación, en el sentido de generar cierta desconfianza o desprecio por las técnicas, las explicaciones científicas, y la formación reglada. El principio ha pervivido en las enseñanzas artísticas, en el arte dramático y muy significativamente en la interpretación, a través de la irrevocable tendencia del actor a huir de las “reglas” amparándose en la “verdad”, la “pasión” y la “intuición”, con puntos de vista próximos a la religión. Los sucesivos intentos de reforma del teatro tuvieron un pilar básico en la formación de los cómicos, y desde los primeros intentos del siglo (La Junta de Reforma de los Teatros de 1799) hubo resistencia de los actores. La “Escuela de la verdad” se oponía al establecimiento de disciplinas con principios:
P. ¿Es decir, que no tiene usted reglas precisas y fijas que dar en la materia?
R. No, señor. Y si hubiera la pretensión de dar algunas, serían, cuando menos, inútiles. El verdadero artista las hallará en su instinto, en su corazón y en su Talento (Romea, 1858, pp. 164-165).
 El actor nace y por tanto no se puede enseñar a ser actor. Desde este paradigma estético providencialista cada individuo ya tiene la verdad de antemano, que es el contenido, el fondo, lo esencial, de lo cual todo lo material es sólo un reflejo, la forma necesaria, pero accesoria. La conexión de la inspiración artística con el alma de la persona implicaba una visión trascendente que se amparaba en la experiencia emocional individual, y que por tanto desconfiaba de la objetivación de los fenómenos y de la ciencia, a pesar de reivindicar la naturaleza como fuente de verdad: “El arte es la verdad” (Romea, 1858, p. 58).
Esta estética es reconocible en muchos manuales de declamación, y probablemente limitó el avance de la disciplina vocal en el teatro hablado. La forma está al servicio de la transmisión del fondo: el cuerpo ha de cuidarse porque es la «maquinaria» necesaria para transmitir. Y la mejor manera de transmitir es la sinceridad, la espontaneidad y la naturalidad; a través de la «llama que alumbra el camino del arte y que solo enciende Dios» (Romea, 1858, p. 62); los sentimientos y las ideas se transmiten del orador al auditorio por simpatía. De ahí que los dones de la naturaleza, el «don divino» y particular que cada cual ha recibido, espiritual y físico, sea lo determinante. Por eso no puede haber reglas, y la utilidad de la formación técnica especializada está supeditada al talento innato.
Con toda probabilidad la crisis social, política y de valores, que se hizo patente en los últimos años del siglo XIX coadyuvó a planteamientos progresivamente más alejados del subjetivismo romántico. Los tratados de declamación plantean de manera crítica la inmunidad subjetiva del actor, la irregularidad de los actores, e inciden con creciente determinación en la necesidad de objetivar su arte sobre reglas y consejos seguros, amparándose en lo posible en los conocimientos científicos (Pizarroso, 1867; Guerra, 1884; Carner, 1890; Risso, 1892). La enseñanza de la voz en la declamación fue incorporando la perspectiva científica que provenía de la fisiología, la higiene vocal, la filología y la psicología. Citaré algunos casos.
Antonio Capo (1865: 20) afirmaba que la Declamación «tiene tal conexion con todas las artes, que las reglas generales de aquellas, lo serán siempre para la declamacion», es decir, que existen las reglas de la naturaleza, y los principios que artistas inteligentes y estudiosos han autorizado. Son argumentos que ya había expuesto públicamente José de la Revilla (1832), y que defenderán Antonio Pizarroso (1867), Antonio Guerra y Alarcón (1884), Juan Risso (1892), e incluso Lorenzo Prohens (1899).
Álvaro Romea (1882), profesor del Conservatorio, señalaba la importancia de la formación intelectual y estética para que el actor pueda guiar su propio proceso artístico. Además, la ciencia aporta elementos para el conocimiento del hombre, que es el principal objeto de estudio del actor.
En el Curso completo de declamacion (1884) de Antonio Guerra y Alarcón, las referencias a la anatomía y fisiología de la laringe (capítulo VII), así como a la clasificación de las voces en el canto (capítulo VIII), y la referencia particular a la ventriloquía son nuevas en los tratados, e indican que Guerra muy probablemente conocía el tratado de Yela de la Torre (1872), único antecedente en que aparecen todas estas cuestiones, que no están en los manuales de canto.
Gustave García (1888, p. VII) habla de la imprescindible naturalidad, pero se dice convencido de que el canto y la actuación pueden reducirse, como la gramática, a una serie de reglas.
Sebastián Carner (1890, p. 41) pretende plantear denominaciones disciplinares precisas para establecer una taxonomía del arte escénico, en la que la voz, la ortofonía, y la dicción, forman parte de los medios del arte del actor. Pretende “metodizar el estudio del arte escénico» (Carner, 1890: 25).
Juan Risso (1892, p. 14): “Nosotros opinamos, que de la misma manera que se puede estudiar cualquiera otra ciencia, cualquier otro arte, puede estudiarse el arte dramático”.
Lorenzo Prohens (1899) dedica buena parte de sus Indicaciones sobre la declamación a la voz, y recoge los aportes citados sobre higiene vocal y didáctica; los principios que se aplicaban al canto, se aplican ahora a la Declamación.
Emilio Belari [Yela de la Torre] (1892, p. 45):
 “El arte de educar la voz comenzará a entrar en un camino racional (…) será forzado a seguir las lecciones de la experiencia y los descubrimientos de la ciencia que ha venido a darnos su ayuda poderosa”.

* En las citas se ha respetado la ortografía del original.

Referencias:

Belari [Yela de la Torre], E. (1892). Vocal Teaching is a Fraud: A Reasoned Demonstration of the Errors of Vocal Education and Their Disastrous Consequences. New York: M. M. Hernández.
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